No son comunistas, pero son negros

Puerto Príncipe, Haití. Ene. 30, 1986.- El presidente Ronald Reagan le niega asilo a uno de sus dictadores amigos, Jean-Claude Duvalier, pero le ofrece encontrarle una salida segura a otro país. Confiados en un reporte de la CIA, el que aseguraba haber visto a la familia Duvalier dirigirse al aeropuerto, Washington anuncia la remoción del líder haitiano como si no tuviese nada que ver en el asunto. Pero Baby Duvalier, enredado entre las rebeliones de su pueblo y los caprichos de su bella esposa, por alguna razón cambia de opinión, vuelve al palacio presidencial y se queda por una semana más, hasta que el 7 de febrero debe volar a París con los restos del botín familiar.

Para Duvalier hijo, todo comenzó con la crisis del cerdo negro siete años atrás. Para el pueblo haitiano, todo comenzó siglos antes. La crisis del cerdo negro tiene múltiples antecedentes, sólo en este siglo. Sin contar con las matanzas de los marines que intentaban poner orden en un país de rebeldes cacos y de negros ingobernables, las recetas para el éxito económico de las grandes corporaciones y de los expertos del Norte dejaron otro tendal de muertos en la isla a lo largo de largas décadas.

En 1929, por ejemplo, un informe del jefe de American Service Technique había reconocido que los campesinos haitianos cultivaban algodón de una forma más efectiva que las grandes plantaciones estadounidenses. Los campesinos no aplicaban ningún método científico, sino la acumulación de experiencia de sus antepasados, experiencia y métodos que los superiores hombres blancos se negaban a considerar siquiera. Sin embargo, para suplir la demanda del mundo desarrollado, decenas de miles de haitianos fueron enviados a Cuba y a República Dominicana para trabajar como asalariados, lo que significó un abandono de sus tierras y de sus tradiciones para convertirse en empleados dependientes de las grandes compañías internacionales. Luego de un breve período de prosperidad económica, todo se derrumbó como un castillo de naipes cuando los vientos del mercado internacional cambiaron de un día para el otro. Como suele ocurrir en cada crisis económica, la gente siempre encuentra culpables entre aquellos que pueden ver con sus propios ojos y, sobre todo, cuando el enemigo parece venir de abajo, son feos, visten mal y parecen peligrosos. Si los de abajo parecen extranjeros, aún peor. En 1937, otro dictador puesto y apoyado por Washington en República Dominicana, Rafael Trujillo, ordenó la matanza de 30.000 haitianos que habían sido acusados de robar el trabajo a los dominicanos. Esta matanza hizo olvidar los asesinatos de haitianos disconformes a manos de los marines estadounidenses, por lo que en el congreso de Washington se levantaron algunas voces de protesta, hasta que Trujillo las hizo callar con algunas donaciones de cientos de miles de dólares y el pago de publicidad en el New York Times.

En 1944, por decisión de la Société Haïtiano-Américane de Développement Agricole (SHADA), las mejores tierras de Haití fueron obligadas a producir sisal y caucho para la guerra en Europa, lo que no sólo desplazó a otros 40.000 campesinos sino que, cuando la guerra se terminó, las tierras quedaron inutilizadas para aquellos que retornaron sin poder siquiera reconocer el paisaje que dejaron las exitosas corporaciones. Un memorandum del 30 de junio de 1952 firmado por William B. Connett, concluirá: “This program was a failure (este plan resultó un fracaso)”. Solo otro error.

Historias semejantes, alfombradas de muertos sin importancia, habían completado la saga de la familia Duvalier. Ahora, un nuevo acto de surrealismo golpea al pueblo haitiano. En 1978, para prevenir cualquier brote de fiebre porcina detectado en República Dominicana, los expertos del Norte habían recomendado la matanza de un millón de cerdos negros en Haití, la cual se intensificó en 1982 cuando la amenaza ya había sido declarada bajo control. Por los primeros cien mil cerdos, los campesinos más pobres no recibieron ninguna compensación. Aunque este plan les costó a la OEA y a Washington 23 millones de dólares (de los cuales solo siete millones llagarán a algunos perjudicados en forma de compensaciones), para los haitianos, la desaparición de cerdos negros significó la pérdida de 600 millones dólares y de una forma de vida propia. Gracias al maravilloso plan, las compañías estadounidenses y canadienses, a salvo de cualquier histeria anti consumista, pudieron continuar cubriendo la demanda de carne de cerdo. Según la University of Minnesota, si la enfermedad hubiese alcanzado el mercado estadounidense, el país habría perdido hasta cinco mil millones de dólares —el país o las corporaciones.

Pero la enfermedad de los cerdos negros de Haití no se transmitía a los humanos ni a otros animales. Incluso, según los especialistas, convenientemente preparada podía ser consumida sin problemas. Por siglos, los cerdos negros se habían adaptado a las condiciones de la isla, mientras que el plan de sustitución de los expertos de Washington requería que los nuevos cerdos de Iowa fueran cuidados mejor que los mismos campesinos podían cuidar a su propios hijos. Los cerdos de Iowa, más blancos y más gordos que los tradicionales cerdos negros, solo podían beber agua filtrada. Las malas lenguas de aquel país aseguraban que también necesitaban aire acondicionado para sobrevivir al calor de la isla.

En Haití, el valor de un solo cerdo negro equivalía a dos años de educación de un niño. Para los campesinos y para los haitianos pobres, esta matanza fue peor que un terremoto. La lógica del mundo racional y desarrollado fracasó con resultados trágicos. Trágicos para los otros, no para sus grandes compañías. El desempleo escaló hasta el 30 por ciento, la economía entró en recesión y la deuda externa pasó de 53 a 366 millones de dólares. La pobreza aumentó al mismo tiempo que aumentaba la riqueza de las cien familias más ricas de Port-au-Prince. También aumentó la dependencia del país con Estados Unidos a través de sus intermediarios, las familias más ricas de la media isla, los entreguistas de siempre que nunca dejaron de festejar con champagne.

Eliminados los cerdos negros del país, el arroz se convirtió en el alimento y en el producto de mercado más importante del país. Para 1990, dos tercios de la economía de Haití dependerá, de una forma u otra, del arroz. En 1994, como fórmula mitológica de un libre mercado inexistente, los cultivadores de arroz de Haití se arruinarán en masa cuando el FMI y el presidente Bill Clinton los obligue a eliminar los aranceles a la importación de arroz. El acuerdo beneficiará a los arroceros de Arkansas, el estado natal del presidente Clinton, pero arruinará a los modestos arroceros en la isla, por lo que muchos, desesperados, se arrojarán al mar para buscar trabajo en otras tierras. Muchos se hundirán en las aguas del Caribe y en el olvido del mundo desarrollado.

Las explicaciones de los habitantes del mundo con aire acondicionado a esta realidad serán las mismas que las de un siglo atrás sin aire acondicionado. En 1918, el secretario de estado del presidente Woodrow Wilson, Robert Lansing, en una carta al almirante y gobernador de las Islas Vírgenes, James Harrison Oliver, había explicado el problema: “Las experiencias de Liberia y de Haití demuestran que la raza africana carece de capacidad de organización política y carece de inteligencia para organizar un gobierno. Sin lugar a discusión hay, en su naturaleza, una tendencia a volver al mundo salvaje y a dejar a un lado los grilletes de la civilización que tanto molestan a su naturaleza física… El problema de los negros es prácticamente irresoluble”.

Luego de siglos de explotación y de brutalidad imperial, desde el imperio francés hasta el imperio estadounidense, luego del exterminio de revoluciones y de rebeliones independistas y luego de generaciones de dictaduras títeres, unos pocos haitianos logran llegar a la tierra del éxito. En Estados Unidos, los menos exitosos dirán que los fracasados del mundo vienen a robarles el trabajo y a aprovecharse de sus lujosos hospitales. Nadie podrá decir que esta desesperación por huir de un país quebrado es consecuencia del comunismo en la isla. Tampoco dirán que es consecuencia del capitalismo dependiente. Como antes de la Guerra fría, dirán que se trata de los defectos de la raza negra.

Luego de perder al dictador amigo Jean Claude Duvalier por culpa de los cerdos de Iowa, Washington invertirá 2,8 millones de dólares para sostener el Conseil National de Gouvernement (CNG). Como en los años sesenta los escuadrones de la muerte apoyados por Washington, los Tonton Macoutes, ahora las fuerzas paramilitares aterrorizarán al país en nombre del orden. Los militares y paramilitares matarán más haitianos pobres que la misma dictadura de “Baby Doc” Duvalier en los últimos quince años. Cuando Leslie Manigat (candidato de la junta militar por el partido Agrupación de Demócratas Nacionales Progresista) se presente a las elecciones de 1988, sólo el cuatro por ciento de la población asistirá a la fiesta de la democracia. El electo presidente durará unos meses, pero el terror de la CNG durará unos años más.

Hasta que el pueblo haitiano insista, e insista, e insista y logre elegir al sacerdote de la Teología de la liberación Jean-Bertrand Aristide. Aristide abolirá el ejército en 1995 y Washington lo removerá, por segunda vez, en 2004. En 2017, el exitoso hombre de negocios y candidato de Washington, Jovenel Moise, reinstalará las Forces Armées d’Haïti y, a partir del cierre del parlamento en enero de 2020, gobernará por decreto. Por si el ejército no fuese suficiente en su rol tradicional, los grupos paramilitares acosarán el resto de los pobres para mantenerlos calmados.

Nada mejor que un buen ejército especializado en la represión de su propio pueblo para corregir los errores del éxito ajeno.

JM.

Del libro La frontera salvaje. 200 años de fanatismo anglosajón en América Latina (2021).

https://www.youtube.com/watch?v=eeCVrZaNViw