Foto: Gerardo Yong. Galería de Cape Town, Sudáfrica

Esa mordacidad sexual que agita las alcobas

Les dije que habría una segunda parte, aquí la tienen. El sexo en el matrimonio ha sido, es y seguirá siendo un misterio. Nuevamente, los testimonios recogidos por Natalie Gittelson en su libro «La vida erótica de la esposa americana», nos dejan en claro que la intimidad conyugal es un vasto océano de sensaciones por descubrir. El que se sienta marino, que empiece por su propio mar. Es muy común escuchar que el matrimonio está en crisis, y eso lo sabían muy bien las mujeres estadounidenses de los años setentas, pero era más en el sentido del fondo que de la forma. Veamos este ejemplo que nos da sobre una mujer aburrida de no tener sexo con su esposo:

«Mi marido Arthur es madrugador», relata Louise a la autora del libro. «Sus negocios han ido mal. Ultimamente duerme mucho. Creo que es una forma de escapismo», comentó. «Una vez, dejé a Arthur dormido y fui a sentarme en el sofá con mi amiga Zoe y Dafne, mi hija de catorce años. En ese momento, Zoe le dijo a Daphne: «Tu madre tiene unos pechos hermosos». Me escandalicé, pero a la vez me sentí halagada, estaba más halagada que molesta. Hacía ya mucho tiempo que nadie se había fijado en el detalle. Daphne salió corriendo hacia su cama. Debió asustarse. Tan pronto como nos quedamos solas, Zoe puso su mano sobre mi muslo, era un abordaje muy directo. Nada de escurridizo o solapado al estilo como se comportan los hombres cuando hacen un intento. Soy andrógina, dijo ella. Soy muy buena con las muchachas, ¿me dejarás demostrártelo? Sólo le devolví una sonrisa. En aquel momento no tenía la intención de dejarle demostrar nada, pero me sentía excitada y eso me asustaba».

«Ya era tarde y había que llevar a Zoe a su hotel», continuó. «Traté de despertar a Arthur para que me acompañara a dejarla, mientras se despabilaba le dije que había percibido en Zoe ciertas actitudes lésbicas. Cuando le dije eso, Arthur se despabiló aún más. Escucha, me dijo él, he bebido demasiado y estoy cansado, no quiero conducir, ¿puedes llevar tú a Zoe a su hotel? Me puse furiosa. Fue como si me arrojase a los lobos. Llevé a Zoe a su hotel. En el coche, ella me volvió a poner la mano sobre la pierna. Me invitó a pasar a su habitación, lo cual hice con reservas. Una vez ahí, me convidó una copa de ginebra. Se colocó a mi espalda, me volví. Mi boca estaba abierta y ella la llenó con su lengua. Después me dijo: No tengas miedo. Te gustará mucho. Tomó el teléfono, y le dijo a mi hija que el auto había tenido una avería y que yo me quedaría hasta la mañana siguiente».

«Cuando regresé a la casa, Arthur ya me estaba esperando», prosiguió. «Habitualmente está abajo en la tienda a las nueve. En esta ocasión, me empujó dentro de la alcoba brutalmente. No es por carácter una persona brutal. «Quítate la ropa», me dijo. Antes de lo de ayer, ni siquiera me miraba mientras me desvestía. No le habría puesto reparos».

«Cerró la puerta con llave. Fue una mañana increíble. Arthur no bajó a la tienda hasta después del almuerzo y sobre todo, persistió preguntándome: ¿Qué te hizo ella? ¿Qué le hiciste tú a ella? No lo cuentas todo, dime más cosas. Fue entonces cuando descubrí que mi esposo estaba sumamente excitado y frenético, tanto que lo incitaba a tener sexo fuerte y frecuente conmigo», dijo, Louise.

Han pasado meses desde esa situación y le he contado todo lo que Zoe me hizo más de treinta veces, pero nunca le dije lo mucho que me gustó, pues si se lo digo, rompería el encanto».

Gittelson, Natalie. «La vida erótica de una esposa americana». Editorial Grijalbo, 434 pp.