«¿Cuándo se decidió la guerra en Ucrania?»
El 22 de noviembre de 2021, Washington anunció el fin de la guerra en Afganistán. Luego de veinte años de ocupación continua, de cientos de miles de muertos, del incremento del tráfico de opio; luego de once años de la muerte oficial de una de las creaturas de la CIA, Osama bin Laden, Washington retiró casi todas sus tropas operativas del país.
La repentina urgencia, luego de una demora de dos décadas, generó caos: no sólo se le dejó el país a los supuestos enemigos, los Talibán (otra derivación de los muyahidín, terroristas desarrollados por la CIA) sino que también se les dejó de regalo millones de dólares en equipamiento militar, desde tanques de guerra hasta municiones de todo tipo.
El caos y la misteriosa urgencia se visualizó en la desesperación de los colaboradores y de los nuevos refugiados, un déjà vu de Vietnam, otra derrota histórica de la mayor potencia militar del mundo. Imágenes de gente tratando de trepar los muros del aeropuerto de Kabul, de familias entregando a sus hijos a los sacrificados marines para que sean rescatados del mal, son un género histórico de la propaganda mediática que anula cualquier mirada crítica de la realidad. Para ilustrarlo, bastaría con republicar los artículos del antimperialista Marx Twain, respondiendo al poema de Rudyard Kipling, “La pesada carga del hombre blanco”, viralizado en 1899 por orden de Theodore Roosevelt.
El 31 de diciembre, el Wall Street Jornal se preguntó: “¿Quién ganó en Afganistán?” El mismo artículo respondió: “los contratistas privados”. Washington gastó 14 billones de dólares [14 trillions, más de siete veces la economía de Brasil] durante dos décadas. Quienes se beneficiaron están los principales fabricantes de armas y otros empresarios”.
Luego del significativo desbande de Afganistán, publicamos sobre algo que va quedando cada vez más claro: lo único que podíamos esperar es otra guerra. ¿Qué otra razón, si no, podría estar detrás de un desesperado cambio de estrategia y una clara realineación de fuerzas? Las guerras son un gran negocio para las corporaciones privadas, pero los gobiernos deben proveer de tsunamis de dinero, aparte de planificar una derrota que se pueda vender como victoria―y aparte de las razones geopolíticas, claro.
El 24 de enero de 2022, un mes antes de la invasión rusa a Ucrania, insistimos en otro artículo (“Nuevo enemigo, se busca”) que “tras el nuevo fiasco militar en Afganistán, y tras semejante fortuna invertida por Washington en las compañías de la guerra, en los mercaderes de la muerte, es urgente encontrar un nuevo enemigo y un nuevo conflicto. Antes de una aventura mayor con China, la opción es clara: continuar violando los tratados [la promesa] de no expansión armamentística de la OTAN hacia el Este, presionar a Rusia para que reaccione desplegando su ejército en la frontera con Ucrania y, acto seguido, acusarla de intentar invadir el país vecino. ¿No ha sido exactamente ésta la historia de los tratados firmados con los indígenas desde el siglo XVIII? ¿No ha sido precisamente este el orden y el método de actuación sobre La Frontera Salvaje? Los tratados con otros pueblos han servido para ganar tiempo, para consolidar una posición (fuerte, base)”.
Un año antes, en enero de 2021, el Departamento de Estado ya había amenazado a las compañías europeas con sanciones si sus gobiernos continuaban con la construcción del Nord Stream II. “Estamos informando a las empresas sobre el riesgo que corren, y las invitamos a retirarse del acuerdo antes de que sea demasiado tarde”, según una fuente del gobierno (Reuters, 12 de enero). Este proyecto de 11 mil millones de dólares hubiese significado gas natural barato para Europa, pero iba a perjudicar a Ucrania con la pérdida de las regalías por los derechos de atravesar su país con oleoductos más antiguos.
En septiembre de ese año, en el Mar Báltico se reportaron fugas del Nord Stream II, apenas finalizadas las obras. Según Suecia y Dinamarca, “alguien lo bombardeó de forma deliberada”, pero la gran prensa occidental apenas lo reportó y, cuando lo hizo, lo calificó como “un misterio” cuyo principal sospechoso era Rusia, el principal perjudicado. Un recurso de guerra mediática clásico, el que la misma Casa Blanca apoyó. En noviembre, el fiscal sueco Mats Ljungqvist informó sobre el descubrimiento de restos explosivos y el Servicio de Seguridad de Suecia confirmó que se había tratado de un sabotaje.
Poco después de iniciada la guerra en Ucrania, comenzó la censura mediática de ambos lados y con técnicas diferentes. Medios como Le Monde de París (“En Amérique Latine, les accents pro-Poutine de la gauche”) nos pusieron a Ignacio Paco Taibo y a mí como ejemplos de una izquierda latinoamericana que culpa a la OTAN de la guerra porque, según esta conocida técnica de demonización y descalificación psicológica, nosotros le echamos la culpa a todo lo que procede de Washington. Lo cual no es verdad, porque “intelectuales de izquierda” como yo apoyamos todos los planes sociales en Estados Unidos y creemos que este país alcanzará la paz cuando despierte de sus pesadillas bélicas y monetarias. No apoyamos el negocio de la guerra y su poderoso brazo mediático.
Mi opinión es irrelevante, pero los ataques son significativos y sintomáticos. Nunca dejé de aclarar que no apoyaba una invasión de Moscú a Ucrania, por mero principio: no puedo apoyar ninguna guerra, menos preventiva. Tal vez por eso, luego de más de una década de colaboración frecuente con RT TV, no volvimos a concretar ninguna entrevista. Por el otro lado, advertir de la poderosa propaganda bélica occidental y el inexistente espacio otorgado a quienes critican y responsabilizan a la OTAN, es otra forma de censura, muy efectiva, clásica del llamado “Mundo libre”.
La mayor amenaza para el pueblo estadounidense son los dueños de Estados Unidos (megacorporaciones, políticos megalómanos, medios secuestrados, y lo que el presidente y general Eisenhower llamó en 1961 “el peligro del Complejo Militar Industrial”) y sus esclavos felices (amantes de las armas y de las guerras, fanáticos drogadictos, sin techo pero evangelizados capitalistas).
El 8 de febrero de 2023, el periodista Seymour Hersh publicó su conocido artículo afirmando que el sabotaje del Nord Stream en 2022 fue una operación de la CIA. La Casa Blanca lo calificó como “pura ficción”, a pesar de que exactamente un año antes el presidente Biden había advertido que “si Rusia invade… ya no habrá Nord Stream II; nos encargaremos de eso”. Siete meses después y cinco antes de la guerra, explotaron otra vez las tuberías del Nord Stream II.
¿La urgente y caótica retirada de Afganistán estuvo relacionada con los sabotajes contra el Nord Stream II? No tengo pruebas ni dudas. En treinta años se desclasificarán los documentos que prueban que Washington y la CIA ya tenían en sus planes la guerra en Ucrania y necesitaban mover los multibillonarios recursos desde el país del opio a una nueva guerra que tiene como objetivo arrinconar a China, otro enemigo inventado antes de que exista.
Como siempre, en nombre de la Paz, la Libertad y la Democracia.
JM, marzo 2023