La crisis en Ucrania y el principio de «no ser el primero» en usar armas nucleares
Desde su eclosión en febrero de 2022, la crisis que se cierne sobre Ucrania continúa sin que se vislumbre un cese de las hostilidades. Los ataques cada vez más intensos sobre centros urbanos han ocasionado un sufrimiento indescriptible a sus habitantes y han destruido instalaciones de infraestructura básicas, obligando a vivir en peligro constante a una población civil donde hay numerosas mujeres y niños. Más de 7,9 millones de personas se han visto forzadas a buscar refugio en países de Europa, mientras que otros 5,9 millones aproximadamente se han convertido en desplazados internos.
La historia del siglo xx, atravesada por los horrores de dos conflagraciones mundiales, ya debería habernos enseñado que nada es tan cruel e inhumano como las guerras.
En mi adolescencia, durante la Segunda Guerra Mundial, sufrí en carne propia los bombardeos aéreos que arrasaron la ciudad de Tokio. Aun hoy recuerdo con vívida angustia el momento en que tuvimos que huir despavoridos a través de un mar de llamas y fui separado de mis familiares, sin poder saber hasta el día siguiente si estarían a salvo. Otra escena indeleble que quedó grabada en mi memoria fue la imagen desolada de mi madre, entre espasmos de llanto, cuando le informaron que mi hermano mayor —quien, estando en el frente, había presenciado con enorme congoja las atrocidades perpetradas por el Japón— había muerto en el campo de batalla.
¿Cuántas personas han perdido la vida o sus medios de subsistencia en la crisis bélica actual? ¿A cuántos de nuestros congéneres este conflicto les ha arrebatado, de un día para el otro y de manera irrevocable, su forma diaria de vivir o la de sus familias?
Por primera vez en cuarenta años, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas convocó a la Asamblea General del organismo a un período extraordinario de sesiones de emergencia, fundamentado en la resolución «Unión pro Paz». Consecuentemente, el secretario general António Guterres ha iniciado reiteradas gestiones mediadoras con los líderes nacionales de Rusia, Ucrania y otros países.
Y, sin embargo, la crisis no ha cesado. Las tensiones han recrudecido en Europa, y el encarecimiento energético resultante, así como la escasez de provisiones alimentarias y las fluctuaciones en los mercados financieros, han hecho grave mella en muchos otros países fuera del continente. Estos acontecimientos han incrementado la inquietud de una parte considerable de la población mundial, ya afectada por los fenómenos meteorológicos extremos provocados por el cambio climático y por el sufrimiento y la muerte causados por la pandemia de la COVID-19.
Es imperioso definir avances concretos para evitar que se sigan agravando las condiciones de vida de tantas personas en nuestro planeta, en particular del pueblo ucraniano, obligado a pasar la rigurosa etapa invernal sin suministro eléctrico estable o suficiente, en medio de ataques militares cada vez más intensos.
En este contexto, llamo a convocar una urgente reunión de ministros de Asuntos Exteriores de Rusia, Ucrania y otros países clave, bajo la égida de las Naciones Unidas, para acordar el cese de las hostilidades. También exhorto a iniciar un diálogo sincero con miras a celebrar una cumbre que reúna a los jefes de Estado de todas las partes involucradas, a fin de despejar el camino hacia el restablecimiento de la paz.
En 2023 se cumplirán ochenta y cinco años desde que la Asamblea General de la Liga de las Naciones aprobó una resolución que protegía a la población civil de los bombardeos aéreos en caso de guerra. También será el septuagésimo quinto aniversario de la Declaración Universal de Derechos Humanos adoptada por las Naciones Unidas, instrumento donde se consagra el compromiso mancomunado de iniciar una nueva época que excluya expresamente todo ultraje o abuso a la dignidad humana.
Recordando el imperativo de proteger la vida y la dignidad que subyace al Derecho Internacional Humanitario y al Derecho Internacional de los Derechos Humanos, invito a todas las partes a acordar el cese del actual conflicto armado con la mayor premura posible.
Además de abogar por la urgente resolución de la crisis ucraniana, deseo recalcar la importancia crucial de adoptar medidas que impidan el uso de armas nucleares o la amenaza de recurrir a ellas, no solo en el enfrentamiento bélico actual, sino en cualquier contienda futura.
La prolongación del conflicto armado y la escalada de la retórica nuclear han hecho que el peligro de una detonación real hoy haya alcanzado los niveles más altos de riesgo desde el final de la Guerra Fría. Aun cuando ninguna de las partes se proponga desatar una guerra nuclear, la realidad es que los arsenales de este tipo se encuentran en estado avanzado de alerta permanente, y esto incrementa considerablemente la posibilidad de que se los accione de manera no intencional como consecuencia de un error de datos, un accidente imprevisto o la confusión provocada por un ciberataque.
En octubre del año pasado, se cumplieron sesenta años de la crisis de los misiles de Cuba, que puso al mundo al borde de una guerra nuclear. En ese mismo mes, Rusia y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) habían llevado a cabo una serie de ejercicios dirigidos a sus equipos de comando nuclear. En vista del incremento de las actuales tensiones, el secretario general Guterres advirtió que las armas nucleares «no ofrecían seguridad; solo carnicería y caos».[1] La conciencia de esta realidad debería constituir un consenso básico para la vida en el siglo xxi.
Como he sostenido durante mucho tiempo, la consideración de estos arsenales desde la perspectiva única de la seguridad nacional nos expone al riesgo de pasar por alto cuestiones de gravedad crucial. En la cuadragésima de las propuestas de paz que he presentado anualmente desde 1983, planteé que el eje central de todo debate o análisis debía ser la naturaleza inhumana de las armas nucleares. También consideré fundamental exponer sin ambages la irracionalidad de este tipo de armamentos, capaces de destruir y de obliterar toda evidencia de nuestra existencia como individuos y de borrar la construcción colectiva que han hecho las civilizaciones y sociedades.
Otro punto que creo importante destacar es lo que podría llamarse la «fuerza gravitacional negativa» inherente a las armas nucleares. Con ello me refiero a que la espiral de tensiones en torno al uso posible de estos arsenales genera un sentimiento de crisis y de urgencia que mantiene a la gente en la órbita de su influjo —tal como opera una fuerza gravitatoria—, inhibiendo la capacidad de intervenir para frenar una escalada del conflicto.
Durante la crisis de los misiles de Cuba, el secretario general de la Unión Soviética, Nikita Jrushchov (1894-1971), le escribió al presidente estadounidense John F. Kennedy (1917-1963): «Llegará un momento en que el nudo estará tan apretado, que ni siquiera quienes lo ataron tendrán la fuerza necesaria para desanudarlo, y entonces la única solución será cortarlo».[2] A Kennedy, por su parte, se le atribuye haber dicho que el mundo sería imposible de gobernar mientras existieran las armas nucleares. Como ambos casos sugieren, incluso los líderes de estas dos potencias nucleares advertían que en las condiciones reinantes en esa época había aspectos que escapaban de su control.
Si se llegara hasta el punto de contemplar un lanzamiento real de misiles nucleares, no habría ni tiempo ni capacidad institucional para considerar la opinión de los ciudadanos de los países en conflicto —y, mucho menos, de las demás naciones del mundo— a la hora de tomar decisiones para evitar el horror catastrófico que estaría por desatarse.
Para ejercer control y afirmar su autonomía en materia de seguridad, los Estados emplean como estrategia la política de disuasión dependiente de las armas nucleares. Pero cuando sus ciudadanos y la humanidad toda se encuentran ante la inminencia de un ataque nuclear, al borde del precipicio, y ven el abismo que se abre por debajo, se sienten impotentes, privados de toda libertad de acción. Esa es la verdad de las armas nucleares: una realidad que no ha variado en absoluto desde el inicio de la Guerra Fría y cuya naturaleza inocultable deberían admitir los Estados poseedores de arsenales nucleares y los que dependen de ellos.
En septiembre de 1957, cuando mi maestro Josei Toda (1900-1958) —el segundo presidente de la Soka Gakkai— dio a conocer su declaración para abolir las armas nucleares, la carrera armamentista estaba en pleno apogeo: ya se habían efectuado con éxito pruebas de lanzamiento de misiles balísticos intercontinentales, lo cual significaba que, a partir de entonces, cualquier lugar de la Tierra podía ser el blanco potencial de un ataque nuclear.
Aun destacando la importancia del creciente activismo que reclamara el cese de los ensayos nucleares, Toda estaba convencido de que, para solucionar el problema de manera radical, sería necesario desmantelar la lógica con la cual se pretendía justificar su empleo. Al manifestar su propósito de «exponer y arrancar de cuajo las garras ocultas en lo profundo de las armas nucleares»,[3] también expresaba su indignación ante el razonamiento que consideraba posible someter a los pueblos de todo el orbe a una hecatombe tan horrenda.
Uno de los ejes de su pronunciamiento fue instar a ejercer un autocontrol permanente y riguroso a los líderes investidos de autoridad política, que tenían en sus manos el poder de decidir la vida y la muerte de millones de personas. Otro de sus objetivos fue contrarrestar el sentimiento de resignación instalado en la gente con respecto a los armamentos nucleares; es decir, la creencia en que los actos individuales no pueden cambiar el mundo. Con ello, buscó abrir un camino para que los ciudadanos comunes fuesen protagonistas de la lucha por erradicar las armas nucleares.
Toda dijo, además, que esa declaración era la instrucción más importante que legaba a sus discípulos; yo la interpreté como el trazado de un límite que no debía cruzarse jamás, una señal de advertencia indispensable para afrontar el futuro de la humanidad.
Para hacer realidad su visión, no he cesado de recalcar en mis diálogos con líderes intelectuales y políticos de diferentes ámbitos la absoluta necesidad de resolver el dilema nuclear. Al mismo tiempo, con ánimo de poner fin a la era de los armamentos nucleares, la Soka Gakkai Internacional (SGI) ha organizado en diversas partes del mundo ciclos de exhibiciones abiertas al público y espacios educativos para crear conciencia sobre esta cuestión.
En 2007 —quincuagésimo aniversario de la proclama de Toda—, la SGI propuso el Decenio de los Pueblos para la Abolición Nuclear y, junto con la Campaña Internacional para Abolir las Armas Nucleares (ICAN), fundada ese mismo año, colaboró promoviendo un instrumento jurídico vinculante de prohibición de dichos armamentos.
El deseo y la voluntad de la sociedad civil de que ningún pueblo del mundo vuelva a experimentar la tragedia de las armas nucleares —expresado y representado por las víctimas de los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki— cobró forma tangible en 2017, con la aprobación del Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares (TPAN), que entró en vigor en 2021. Hemos visto en ello un paso adelante que nos acerca a cumplir la misión legada por Josei Toda.
El TPAN, que prohíbe de manera integral todos los aspectos de los armamentos nucleares, no se limita a proscribir su uso o la amenaza de recurrir a ellos, sino también su desarrollo y posesión. Aunque a los Estados provistos de arsenales nucleares les resulte difícil ceñirse al Tratado, al menos deberían suscribir el reconocimiento colectivo sobre la importancia de impedir una detonación nuclear y evitar sus catastróficas consecuencias.
Además del objetivo principal de morigerar las tensiones para resolver la crisis de Ucrania, considero fundamental que los Estados poseedores de armas nucleares tomen medidas dirigidas a reducir todo riesgo en materia nuclear, a fin de prevenir situaciones —actuales o futuras— que alimenten la posibilidad de usar tales armamentos. Con esto en mente, en julio del año pasado dirigí una declaración a la Conferencia de las Partes Encargada del Examen del Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares (TNP), en la cual insté a los cinco Estados poseedores de arsenales nucleares a formular el compromiso inmediato e inequívoco de que ninguno de ellos será el primero en lanzar un ataque nuclear, principio que se conoce como «no ser el primero» en recurrir a las armas nucleares.
Lamentablemente, la Conferencia de las Partes Encargada del Examen del TNP realizada en agosto no llegó a un consenso sobre el documento final. Con todo, esto no significa de manera alguna que las obligaciones en materia de desarme nuclear estipuladas en el artículo VI del Tratado puedan ignorarse. Como indican las diversas versiones sucesivas del documento final, ha habido un amplio apoyo a las medidas de reducción del riesgo nuclear; entre ellas, las políticas basadas en el principio de «no ser el primero» y el otorgamiento de garantías de seguridad negativa, en virtud de las cuales los Estados poseedores de armas nucleares se comprometen a no usarlas jamás contra países sin esos armamentos.
A partir de estas deliberaciones, es absolutamente necesario mantener el estado de no recurrir a los arsenales nucleares, que, pese a todo, ha prevalecido durante los últimos setenta y siete años, e impulsar el proceso de desarme hacia la meta de la abolición nuclear.
Ya existe una base sobre la cual trabajar: me refiero a la declaración conjunta emitida en enero del año pasado por los líderes de los Estados Unidos, Rusia, el Reino Unido, Francia y la China, en la cual afirman que «en una guerra nuclear no hay vencedores, y por eso jamás debemos participar en ella».[4] Durante la Conferencia de las Partes Encargada del Examen del TNP, muchos gobiernos instaron a los cinco Estados poseedores de armas nucleares a respetar su propia declaración de enero y a mantener una postura de autocontrol. Asimismo, los representantes de estos cinco países hicieron referencia al comunicado conjunto a la hora de enunciar sus responsabilidades como Estados con arsenales nucleares.
Si usamos la analogía del círculo para describir el deber de autocontrol de esas cinco potencias con respecto al uso de armas nucleares, diremos que el compromiso de evitar la guerra nuclear —expresado en su declaración conjunta— sería un arco equivalente a la mitad de la circunferencia. Pero esa mitad no alcanza, por sí sola, para eliminar por completo la amenaza de una detonación nuclear. Creo que la clave para resolver esta encrucijada es que cada Estado se obligue a acatar el principio de «no ser el primero».
Durante la Conferencia de las Partes Encargada del Examen del TNP, la SGI trabajó a la par de otros actores y organizaciones no gubernamentales (ONG) realizando una actividad paralela en las Naciones Unidas, centrada en el imperativo de adoptar dicho principio; creo fehacientemente que si se logra vincular el compromiso de «no ser el primero» con la declaración conjunta de enero pasado, se completará el arco restante de la circunferencia y se podrá eliminar la amenaza nuclear que mantiene en vilo al mundo desde hace tanto tiempo. Eso despejará el camino para avanzar finalmente hacia el desarme nuclear.
En noviembre pasado, el Instituto Toda por la Paz —del cual soy fundador— llevó a cabo en Nepal un taller para promover este cambio de paradigma. Los participantes estuvieron de acuerdo en la necesidad de que Pakistán, sumándose a la China y a la India, suscribiera el compromiso de «no ser el primero», con lo cual dicho principio quedaría firmemente establecido en toda la región de Asia meridional. También intercambiaron opiniones respecto a la importancia de estimular el debate internacional sobre el precepto de «no ser el primero» y guiar a todos los Estados poseedores de armas nucleares a adoptar medidas en esa dirección.
Aquí es pertinente recordar las ideas del doctor Joseph Rotblat (1908-2005), quien durante muchos años se desempeñó como presidente de las Conferencias de Pugwash sobre Ciencia y Asuntos Mundiales. En el diálogo que publicamos juntos, se refirió al acuerdo de «no ser el primero», diciendo que sería el progreso más importante hacia la abolición total de las armas nucleares; además, se mostró partidario de promulgar un tratado con ese fin.
Al doctor Rotblat lo inquietaban profundamente los peligros inherentes a las políticas de disuasión dependientes de las armas nucleares, cimentadas en un clima de miedo recíproco. Las estructuras básicas de la disuasión nuclear no han cambiado en los años transcurridos desde nuestro diálogo, en 2005. Pero la crisis actual ha puesto de relieve la apremiante necesidad de que el mundo deje atrás esas políticas.
El acuerdo de «no ser el primero» es una medida que los Estados poseedores de armas nucleares pueden adoptar incluso si mantienen temporalmente sus arsenales actuales; tampoco significa que la amenaza de las casi 13 000 ojivas que existen en el planeta vaya a disiparse de inmediato. Sin embargo, lo que deseo recalcar es que dicho consenso, en caso de echar firme raíz en los Estados con tecnología bélica nuclear, abrirá una puerta para revertir la actual atmósfera de mutua aprensión. Esto, a su vez, permitirá el cambio de rumbo necesario para abandonar el acopio nuclear sustentado en la premisa disuasoria y avanzar hacia un desarme nuclear que evite la catástrofe.
En mirada retrospectiva, el statu quo global que prevaleció durante la Guerra Fría se caracterizó por una serie de crisis, en apariencia irresolubles, que mantuvieron al mundo en tensión constante, sacudido por frecuentes episodios de inseguridad y de temor. Y, sin embargo, la humanidad supo encontrar estrategias para salir del trance.
Un ejemplo cabal fueron los acuerdos negociados entre los Estados Unidos y la Unión Soviética sobre la limitación de las armas estratégicas (SALT). La idea de celebrar estas rondas de diálogo se anunció en 1968, el mismo día de la ceremonia en que se firmó el TNP, un instrumento que cobró forma en respuesta a las amargas lecciones de la crisis de los misiles de Cuba. Las negociaciones SALT fueron los primeros pasos dados por los Estados Unidos y la Unión Soviética para poner freno a la carrera armamentista en cumplimiento de las obligaciones de desarme nuclear estipuladas en el artículo VI del TNP.
Para las partes involucradas en ese proceso, no habrá sido fácil imponer límites a las políticas nucleares que ellas habían puesto en marcha ejerciendo su prerrogativa exclusiva como Estados. Así y todo, fue una decisión indispensable para la supervivencia de sus respectivas ciudadanías y, más aún, de todo el género humano. Es este complejo trasfondo, más que ninguna otra cosa, lo que yo tengo presente cada vez que se menciona la iniciativa SALT.
Habiendo experimentado en forma directa el terror de vivir pendiendo de un hilo, al borde de la guerra nuclear, la humanidad de esa época puso en juego facultades inéditas de imaginación y de creatividad. Ahora, es momento de que las naciones y los pueblos se unan para desplegar, una vez más, esa potencia creativa y gestar un nuevo capítulo de la historia humana.
El espíritu y el sentido de propósito que imperaban en momentos en que nació el TNP tienen mucho en común y se complementan con los ideales que motivaron la redacción y la posterior aprobación del TPAN. Así pues, exhorto con vehemencia a todas las partes a explorar y sumar formas de vincular los avances logrados en virtud de ambos tratados y a aprovechar esas sinergias para hacer posible un mundo sin armas nucleares.